sábado, 7 de marzo de 2015

Páralo.

Pusieron el mundo a nuestros pies, sí, a golpe de mercadillo. Y le cogimos el gusto.

Nos vendieron el éxito.

Y lo compramos. Nos vendieron las cuentas bancarias, la lista de Forbes, los horarios, la productividad, los beneficios que son siempre de otros, los “megusta”, los focos, los flashes y los fans, las carreras que se estudian sin haberlas elegido, los trabajos de los que saldríamos corriendo si no hubiera que hacer horas extras para pagar la casa (porque nos vendieron que no es suficiente vivir en una, hay que comprarla y que así puedan llamarnos “propietarios”); las competiciones y los pódiums, las marchas al galope hacia no se sabe dónde, las prisas por llegar allí de donde nadie ha vuelto. Vivo.

Nos vendieron la religión

y la compramos. Nos vendieron los pecados y los mandamientos, el castigo y el miedo, el cielo y el infierno, el “obedece y pórtate bien” (o sea, como yo te diga), los intermediarios de lo infinito, la represión de los instintos naturales (y con esto compramos las frustraciones, los traumas, las inseguridades, las neurosis, y medio millar de “-patías” que iban en el lote). Amén.

Nos vendieron la belleza a medida,

y compramos todas y cada una de las formas de medir la belleza: los centímetros, las tallas, las arrugas, las canas, los “así quién te va a querer”, y los “ni se te ocurra preguntarte si te quieres tú, siquiera un poco”. El espejo en los otros, los manuales que dicen cómo es lo perfecto (porque sólo perfectos empezamos a ser suficientes), las adicciones a cualquier excusa para no merecer lo que queremos, la ansiedad, la estima de lo ajeno y el valor de lo visible. Porque lo demás, a quién le importa…

Nos vendieron el tiempo,

y en 2x1 compramos el pasado y el futuro. Compramos los segundos y los relojes, el “es la hora, toca ya”, y el “no, no toca todavía, espérate”. Compramos el esfuerzo, el sacrificio, el “mañana, al fin, será otro día”, y el “tú sigue luchando”, el buscar, el perseguir, las metas, los finales y el “ya queda menos”, las lágrimas, el sudor, la sangre, la palabra “tarde” y todas, absolutamente todas las preguntas que terminamos respondiendo (sobre todo por darnos una tregua) “ya verás cómo al final vale la pena”.

Nos vendieron el amor…

y ¡lo compramos! ¡Compramos el amor, he dicho! ¿¿No es de locos?? Compramos al de enfrente, la dependencia, el apego, la inseguridad, los celos, la posesión, el chantaje emocional, el “sin ti muero” y el “yo sin ti no soy”, el reproche, la guerra y su “todo vale”, la inmadurez, la resistencia, la falta de aceptación de realidades, y todas aquellas cosas que dejan de ser amor cuando se compran, y cuando no empiezan por uno mismo.

Y comprando todo el lote, te llevabas el regalo. Adivina: la FELICIDAD.

Como si nos la tuvieran que dar o hubiera que ganarla, como si no la lleváramos ya dentro cada uno, como si la tuya no fuera un poco la mía y viceversa.

Como si después de comprar todas esas cosas, quedara alguien en su sano juicio para ser feliz…

Pues allá que fuimos con todo el equipo, e hicimos cola para comprárnoslo todo, como si no fuera a quedar nada al día siguiente. Y si para comprarlo tuvimos que vendernos, eso hicimos: Vendimos la sonrisa, el silencio y la palabra, los vítores, la opinión, los votos y los sueños. Y vendimos el cuerpo, vendimos el alma, cabeza y corazón. Vendimos todas las verdades. Y cuando no llegaron los ahorros, nos hipotecamos, y vivimos desde entonces pagando a plazos una escritura de compraventa de felicidad con intereses, junto con las tarifas del psiquiatra o de cualquier terapeuta que por un módico precio nos confirme lo que de un tiempo a esta parte andábamos sospechando: 

“ESTAMOS EQUIVOCADOS. NOS ENGAÑARON. LA VIDA ES OTRA COSA”.

Deja de venderte. Deja de comprarte. Ha llegado el momento de hacer algo con todo este timo.

Páralo.

Párate.

Para ti, la vida.