A veces algo pequeño se hace un hueco en nuestra vida, y casi sin darnos cuenta, crece y crece. Un día nos despertamos y ¡voilà! Es tan enorme… Como cuando plantamos lentejas en el cole y un buen día, al correr al quicio de la ventana, vemos que lo que al principio era una semilla sin vida, ahora está latiendo fuerte y ramifica.
Lo bueno o malo de los huecos, según se mire, es que no se recuperan. Cuando algo germina y crece dentro, arrasando con todo lo demás, ya no hay manera: se ha hecho sitio y no desiste.
Incluso cuando no late, cuando se muere, queda el hueco ya vacío, eco, eco,
pero queda.
Sale en las radiografías, aunque no exista manera de extirparlo.
Sólo queda acostumbrarse, resignarse a vivir con un hueco muerto dentro, al que se mira de vez en cuando, como el que se cuenta los lunares, y entender que también forma parte de uno mismo.
Que los huecos no se arrancan, que no menguan, que permanecen allí donde un día cualquiera y sin querer, le hiciste sitio; Que son nuestros para siempre.
Sólo queda decidir si queremos pensar que nos vacían,
o preferimos soñar que, aun muertos, llenan.
Incluso cuando no late, cuando se muere, queda el hueco ya vacío, eco, eco,
pero queda.
Sale en las radiografías, aunque no exista manera de extirparlo.
Sólo queda acostumbrarse, resignarse a vivir con un hueco muerto dentro, al que se mira de vez en cuando, como el que se cuenta los lunares, y entender que también forma parte de uno mismo.
Que los huecos no se arrancan, que no menguan, que permanecen allí donde un día cualquiera y sin querer, le hiciste sitio; Que son nuestros para siempre.
Sólo queda decidir si queremos pensar que nos vacían,
o preferimos soñar que, aun muertos, llenan.