Pusieron el mundo a nuestros pies, sí, a golpe de mercadillo.
Y le cogimos el gusto.
Nos vendieron el éxito.
Y lo compramos. Nos vendieron las cuentas bancarias, la lista de Forbes, los horarios, la productividad, los beneficios
que son siempre de otros, los “megusta”, los focos, los flashes y los fans, las
carreras que se estudian sin haberlas elegido, los trabajos de los que
saldríamos corriendo si no hubiera que hacer horas extras para pagar la casa
(porque nos vendieron que no es suficiente vivir en una, hay que comprarla y
que así puedan llamarnos “propietarios”); las competiciones y los pódiums, las marchas
al galope hacia no se sabe dónde, las prisas por llegar allí de donde nadie ha
vuelto. Vivo.
Nos vendieron la religión
y la compramos. Nos vendieron los pecados y los mandamientos, el castigo y el miedo, el
cielo y el infierno, el “obedece y pórtate bien” (o sea, como yo te diga), los
intermediarios de lo infinito, la represión de los instintos naturales (y con esto compramos
las frustraciones, los traumas, las inseguridades, las neurosis, y medio millar
de “-patías” que iban en el lote). Amén.
Nos vendieron la belleza a medida,
y compramos todas y cada una de las formas de medir la
belleza: los centímetros, las tallas, las arrugas, las canas, los “así quién te
va a querer”, y los “ni se te ocurra preguntarte si te quieres tú, siquiera un
poco”. El espejo en los otros, los manuales que dicen cómo es lo perfecto (porque
sólo perfectos empezamos a ser suficientes), las
adicciones a cualquier excusa para no merecer lo que queremos, la ansiedad, la
estima de lo ajeno y el valor de lo visible. Porque lo demás, a quién le
importa…
Nos vendieron el tiempo,
y en 2x1 compramos el pasado y el futuro. Compramos los segundos
y los relojes, el “es la hora, toca ya”, y el “no, no toca todavía, espérate”. Compramos el esfuerzo, el sacrificio, el “mañana,
al fin, será otro día”, y el “tú sigue luchando”, el buscar, el perseguir, las metas, los finales y el “ya queda menos”, las
lágrimas, el sudor, la sangre, la palabra “tarde” y todas, absolutamente todas las preguntas que
terminamos respondiendo (sobre todo por darnos una tregua) “ya verás cómo al
final vale la pena”.
Nos vendieron el amor…
y ¡lo compramos! ¡Compramos el amor, he dicho! ¿¿No es de
locos?? Compramos al de enfrente, la dependencia, el apego, la inseguridad, los
celos, la posesión, el chantaje emocional, el “sin ti muero” y el “yo sin ti no
soy”, el reproche, la guerra y su “todo vale”, la inmadurez, la resistencia, la
falta de aceptación de realidades, y todas aquellas cosas que dejan de ser amor
cuando se compran, y cuando no empiezan por uno mismo.
Y comprando todo el lote, te llevabas el regalo. Adivina: la
FELICIDAD.
Como si nos la tuvieran que dar o hubiera que ganarla, como
si no la lleváramos ya dentro cada uno, como si la tuya no fuera un poco la mía
y viceversa.
Como si después de comprar todas esas cosas, quedara alguien
en su sano juicio para ser feliz…
Pues allá que fuimos con todo el equipo, e hicimos cola para
comprárnoslo todo, como si no fuera a quedar nada al día siguiente. Y si para
comprarlo tuvimos que vendernos, eso hicimos: Vendimos la sonrisa, el silencio
y la palabra, los vítores, la opinión, los votos y los sueños. Y vendimos el
cuerpo, vendimos el alma, cabeza y corazón. Vendimos todas las verdades. Y cuando no llegaron los ahorros,
nos hipotecamos, y vivimos desde entonces pagando a plazos una escritura de compraventa de felicidad con intereses,
junto con las tarifas del psiquiatra o de cualquier terapeuta que por un módico
precio nos confirme lo que de un tiempo a esta parte andábamos sospechando:
“ESTAMOS EQUIVOCADOS. NOS ENGAÑARON. LA VIDA ES OTRA COSA”.
Deja de venderte. Deja de comprarte. Ha llegado el momento de hacer algo con todo este timo.
Páralo.
Párate.
Para ti, la vida.