Queridos ajironados, quiero compartir con vosotros estas letras, que ni son poesía ni las veréis publicadas en ningún libro.
Sabéis que me dejo la piel y el alma en cada pieza, y precisamente por compartir conmigo mis tristezas, me parece justo compartir con vosotros esta sensación tan gratificante.
Este texto no habla de encontrar nada ni a nadie, sino de encontrarse a uno mismo. Espero que ya lo hayáis experimentado, y si no, que no os cueste tanto (tiempo y lucha) como a mí.
Un poco de paz y el viento en la cara. Eso es lo que se siente cuando cabeza y corazón dejan de temblar después de hacerse un millón de preguntas de las que asustan, mirándose en un espejo, que da más miedo.
Pero son necesarias. Las preguntas. Y los temblores también. Y los espejos. Y permitirse entender quiénes somos, y consentirse el antojo (y el deber) de perseguir aquello que queremos.
Puede que lleve días, meses o años, pero de repente todo cuadra. Lo que arrastrabas, lo que no tenía sentido, todo ha servido para llevarte a las respuestas y al sitio en el que ahora estás. Y entonces dejas de arrastrar y empiezas a comprender, y dejas de castigarte y de sufrir. Porque todo se pone en su sitio, antes o después, pero sólo si tú quieres.
Nunca supe medir y nunca quise aprender. No entiendo de amoldarme ni de aparentar; sí de compenetrarme y ser quién soy.
He encontrado una baldosa suelta, y cerca otra, y otra más, y acabo de darme cuenta de que estoy en el camino (y ya era hora).
Es un camino sin fin, como mis ganas, y acabo de entender que estaba equivocada. Que no perdí, en realidad. Nunca se pierde. Unas veces se gana, y otras se aprende.
Y los que me conocéis, que no os extrañe. Mis baldosas, como no podía ser de otra manera (ni yo tampoco), no están pegadas al suelo. Apenas he despegado. Viento en la cara y paz.
Ahora queda mantenerse.
Feliz vuelo.