jueves, 14 de enero de 2016

Cosas que no he contado nunca.




Me lo pide el cuerpo, mira tú.

Me presento. Tengo 39 años. Dependiendo de qué edad tengas tú, puede parecerte mucho. A mí me parece poquísimo.

Dediqué los primeros 24 años de mi vida a estudiar. Se me daba bien. Gracias al esfuerzo de mis padres, tengo una licenciatura (de las antiguas, de cinco “añazos”) y un curso de postgrado, en una materia que nada tiene que ver con mi actual ocupación y que, sin embargo, me aportaron más que mucho. Para muestra un botón: sé escribir sin faltas de ortografía. Ya ves.

Según mi vida laboral, llevo 16 años trabajados (no sé cuántos llevas tú, pero a mí estos me parecen muchos…) de los cuales los últimos ocho han sido, y espero que lo sigan siendo, como autónoma, dejándome la piel en sacar una empresa adelante, en época de crisis económica, pagando religiosamente unos impuestos y unas cuotas de la Seguridad Social de los más altos de Europa. Los ocho primeros años incluyen trabajos temporales para pagar mis gastos, un contrato de becaria, una empresa que me contrató como “ejecutiva de cuentas” y en la que me pusieron a servir café a los clientes (dejé el trabajo la semana siguiente) y un par más. Aquella empresa que no llegó a darme de alta, no. Ésa no aparece, obviamente. Y en todas aprendí infinidad de cosas y lo agradezco.

Tengo una gata. Cada vez que la miro me digo que ella es el universo entero. Que todo el universo está dentro de ella, como está en los árboles, en los niños y en cada uno de nosotros.

Hablando de niños, tengo dos sobrinos maravillosos. Mi preciosa Paula de 4 años y mi fantástico Adrián de 9. Y me preocupan. Creo que la educación es lo único que puede cambiar el mundo. Y no hablo sólo de enseñar lengua o matemáticas, ni de presumir de colegios bilingües (lápiz pencil, pluma pen), sino de reconocer, valorar y potenciar el propio talento, la cooperación en lugar de la competitividad, la conciencia... Sí, me preocupan mucho.

Puedo contaros también que mi padre sufre esclerosis múltiple. Se la diagnosticaron cuando tenía 33 años. Ahora tiene 68. Esto viene significando que mi madre le dedica cada uno de sus días desde hace 35 años, lo cual hace un total (sin contar los veintinueves de febrero) de 12.775 días, que se dice pronto. Confiamos en que queden muchos más, porque a pesar de todo, lo que más se oye en esa casa son risas. (Sí, son unos cracks.) Así que entenderéis que también me preocupe mucho el tema de la sanidad y las ayudas a la dependencia, así como la inversión en investigación de enfermedades sin cura, y a la par, su prevención.

Me apasiona el arte. En todas sus manifestaciones. Escribo poesía por hobby y tomo clases de interpretación. Me encanta la música. Soy más de concierto que de CD. Y creo firmemente que hay que ampliar el espacio que ocupa el arte en nuestras vidas, por nuestro propio bien.

Bueno, pues ya está. Creo que como resumen, no está mal.

Dicho esto, sólo me queda añadir que ni me gusta, ni me interesa nada la política. De nunca. Antes solía decir que tampoco entendía, pero de un tiempo a esta parte, y con semejante resumen curricular, no tengo claro que así sea.

Los que me conocen saben que soy vitalista, positiva, que paso la mitad del día riéndome, que soy de impulso fácil y de pasión sin control.

No soy perfecta. Ni impermeable a las opiniones de los demás. Estoy convencida de que todo el mundo hace cosas bien y cosas mal. Todos. Sé que no siempre tengo la razón, y estoy dispuesta a dejar que me convenzan.

Pero no cualquiera.

Lo siento, pero no.

¿Sabéis cuando se muere un familiar, o te deja tu pareja y alguien te dice “te entiendo”, “sé lo que sientes”  y otras lindezas similares que están a años luz de lo que tú sientes, de lo que te pasa, y te dan ganas de decir “no tienes ni puta idea, pero gracias”?

Pues eso me pasa a mí últimamente con tanta palabrita fácil sobre política, de un lado y de otro del hemiciclo, y esa incómoda sensación es la que me lleva a escribir esto:

Si vas a darme lecciones, asegúrate de saber más que yo. Si no es así, no me juzgues. No me hagas perder un solo segundo. Que ni se te ocurra hacerme escuchar discursos populares, contemplar gestos vacíos en busca de portada, darme consejitos con la ceja levantada y moviendo mucho las manos, o plantearme teorías políticas facilonas, si no has pasado, como mínimo, repito, como mínimo, por todas y cada una de las cosas que he pasado yo (como tantísima otra gente, salvo, parece ser, los que acaparan periódicos y escaños).

¿Y sabes por qué?

Porque no tienes ni puta idea.

Pero gracias.


miércoles, 6 de enero de 2016

Donde yo ya no vivo

Donde yo ya no vivo
nadie te espera.
Nadie se asoma al balcón
ni abre la puerta.

Donde yo ya no vivo
no pasan cosas.
Aquellos besos dejaron
de buscar boca.

Donde yo ya no vivo
nadie te llora.
Nadie escribe más letras
que acaban solas.
  
Donde yo ya no vivo,
allí, en el pasado,
nadie nada recuerda.

Ni tú existes ni yo…

Ni tú existes ni ya 
quiero que vuelvas.