Un buen día alguien me regala un libro en blanco. Año y
medio después me atrevo a abrirlo.
Quería llenarlo sólo de cosas IMPORTANTES, y semejante
demora sólo me alumbra lo vacíos que podemos llegar a sentirnos, lo estemos o
no.
Es la enfermedad del siglo: la exigencia, la ceguera, esta
patética incapacidad para reconocer el valor de las cosas. Porque los
laberintos no están sólo en los jardines. También se puede naufragar rodeado de
gente, en pleno centro.
Con la sensación de quien ha visto pasar seis vidas y se
reserva la séptima para la gloria, donde no coinciden “suficiente” y “necesario”,
me doy cuenta de que tenemos todos los medios, pero ningún maldito entero.
Coleccionistas de mitades, rezando a un dios dormido para que llegue la intensidad
infinita de las películas que duran hora y tres cuartos.
La misma historia de siempre: que a mí los “siempres” nunca
me funcionan.
Siempre me emocionaron
más los desencuentros, los “pudo ser”, los revolcones de recuerdos inventados,
los imposibles.
Nos supera, supongo, el miedo a preguntarnos a nosotros
mismos, así que “todo bien”.
Pero la soledad, no nos engañemos, no es un destino con
demanda. Allí siempre es temporada baja, por eso el viaje es gratis. “Casi todo” incluido.
Cualquier alternativa tiene precio. E intereses de demora, y
cláusulas de amortización anticipada. Riesgo, al fin y al cabo.
Valor nunca. Ni siquiera
juntamos el que hace falta para tomar los mandos de la nave. Piloto automático.
Abróchense los cinturones y déjense llevar. Siempre podrán echar la culpa a su
horóscopo o a su ascendente.
Siga buscando.
A veces lo tienes delante y no lo ves.
A veces te tienes delante
y no te ves.
A veces lo ves, pero no sabes que lo estás buscando y pasas
de largo. Pasas. Con ese paso tan rápido que siempre da la impresión de que te
están persiguiendo, cuando lo cierto es que, sencillamente, huyes.
Huyes de los días, que celebras cuando pasan, aunque te quejes
del paso de los años.
Huyes desde tu sofá, desde tu cama, a toda prisa.
Cruzas los dedos para que no te descubran, por si te
despiertan y te anuncian que estás vivo. Por si
te adelantan que, al final de la peli, el malo eres tú. ¿Quién quiere oír
que tienes lo que te mereces? ¿Que tú eres tu obsesión?
Lo siento, amigo. Ni siquiera eres el protagonista. Relájate
y disfruta.
Sencillamente eres uno más. Quítate importancia. Permítete aprender,
equivocarte, arriesgar. Acepta tus miedos, tus migajas. Libera presión.
Permítete sentir para reconocerte y avanzar, no para correr
en círculos como gato persiguiendo su propio rabo.
Olvida las canciones después de bailarlas, y las poesías después
de leerlas (querida poesía, donde quiera que estés, descansa en paz).
La vida, señores, no entiende de tanta retorcida metáfora junta
intentando significar algo.
La vida simplemente es simple. (Todo es importante. Nada es
importante.)
La vida simplemente es.
Como nosotros, si nos decidimos a dejar de vender nuestras
almas al diablo, esperando que llegue, como tierra prometida, ese momento en el
que “de repente, ocurre”.
...
Ya está ocurriendo. Contigo o sin ti.
Baila conmigo.
Interesante. Pero en realidad temes al diablo. Se desprende algo de miedo constante en tu prosa.
ResponderEliminarTal vez me equivoque pero me resulta casi imposible no decirtelo.
Muchas gracias por leerme y comentar, anónimo. Dejando a un lado si tengo miedo o no (no considero que por escribir tenga que explicar cómo soy o justificarme), en mi opinión el miedo no es ni de cobardes ni de valientes; la clave está en cómo se actúe, independientemente del miedo que se tenga. No creo en el diablo, pero si creyera en él, te aseguro que le tendría muchísimo miedo. Algunos les tienen miedo a las arañas, otros a firmar comentarios con su nombre ;) El miedo es humano, así que bienvenido sea. Gracias otra vez por tu tiempo.
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