“Que la vida es un tango”, dice mi padre.
Y ahora sé que es un tango que de pequeña me gustaba bailar sola para que él me mirara y me aplaudiera, mientras echaba las
galletas al tazón de cuatro en cuatro.
Que yo bailaba para él hasta cuando estaba quieta, o dormida, o él no miraba.
Y que aún le bailo.
Porque su complicidad es el bandoneón que me arranca la
risa. O la sonrisa. O la carcajada terremótica que rompe la vajilla.
Porque daba igual cómo lo hiciera si él estaba delante y me
aplaudía.
Porque me enseña a partes iguales con todo lo que dice y lo
que no, pero sin duda, la mayor lección es su forma de responder “sí” a todas las
preguntas que le fue haciendo la vida. Algunas muy hijas de puta. Y su cabeza
siempre, de arriba abajo. Y su puerta, abierta.
Que venga. Que aquí me tiene, con todo lo que traiga. Que
yo me lo echo encima y “paralante".
Nunca se da por vencido. Nunca se rinde, porque tiene cosas muy
importantes que hacer.
Tiene que ver a los suyos bailar.
Tiene que aplaudirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario