lunes, 6 de marzo de 2017

La revolución del siglo XXI es hacia dentro

Vamos a hacernos preguntas, tralará.

No me gustan los -ismos, ni muchas definiciones de la RAE.

Desde luego que el machismo existe. Sigue existiendo. Lo llevamos incrustado en la piel, se nos enseña, violenta o sutilmente, desde pequeños.

Y el feminazismo, también, aunque algunas lo nieguen. Existe y da la misma grima, os lo garantizo. Lo he visto con mis propios ojos y me ha avergonzado de igual forma.

La desigualdad por cuestión de género existe. Como también existe la dignidad, el quererse, el sentirse seguro de uno mismo, con la autoestima sana. Por ahí, os lo aseguro, no entra otra cosa, en ningún ámbito, que no sea dar y recibir respeto.

Una vez, hace muchos años, me contrataron para un puesto ejecutivo. Pasados unos meses, me pidieron ir a servir el café a una reunión con clientes (era la única chica, entre casi diez hombres, incluido el secretario). Dejé el trabajo al día siguiente. Quizá mi decisión les enseñara algo. O las de las que me siguieron. O nada de eso. Pero en lo que a mí respecta, (que es sobre lo que puedo trabajar, en mi compromiso conmigo misma) sé que elegí respetarme y alejarme de donde no se me valoraba. Sencillamente. Os aseguro que no les guardo rencor. Todos estamos aprendiendo.

No nacemos libres. No es cierto. La libertad se gana. Nacemos con un equipaje genético concreto, con una Historia que no ayuda, con una educación que no elegimos y algunas experiencias que tampoco. La libertad de cada ser humano consiste en aprender, en entender esto y trabajar para evolucionar la especie, nosotros mismos. No consientas lo que no compartas. Tienes elección, y la responsabilidad que da la coherencia. Y la obligación de dar ejemplo. Tú. En tu vida. La revolución del siglo XXI es hacia dentro.

La “guerra” (qué poco me gusta esta palabra…) no está en las instituciones, ni en el Congreso. Debe estar ahí, por supuesto, pero desde allí no vendrá el cambio, aunque es más cómodo, qué duda cabe, esperar a que otros muevan la ficha gorda, y mientras, nosotros, a lo nuestro.

La “batalla” (qué pereza…) tampoco es en contra de los empresarios, que siempre se llevan la “china” en cualquier tema. Muchos empleados se saben de “memorieta” los panfletos sindicalistas, los estatutos de los trabajadores. Fetén. Pero pocos conocen el mundo de la empresa desde el otro lado. Que Hacienda les lleva, como poco, el tercio de todo beneficio, que saben de números rojos, que sobre sus hombros pesan préstamos bancarios, que rehipotecan sus casas, que sacrifican en muchos casos su vida personal y duermen poco pensando en las familias que dependen de ellos para poder comer y llevar a sus hijos al colegio. Que aparte de los ingresos, computan gastos (que raramente cuadran). Que asumen los riesgos solos mientras todos les apuntan con el dedo.

La brecha salarial existe, sigue existiendo. El género sigue condicionando la contratación y la promoción en detrimento del esfuerzo, las capacidades, el valor y el talento, y no es justo (si la justicia existe es otro tema). Al empresario español le queda mucho que aprender. Pero, con brecha o sin ella, (no hace falta ser mujer para sentirse infravalorado en un trabajo) hay más opciones, lejos del respaldo de un contrato indefinido y un salario seguro a fin de mes. Haberlas háylas. Pero según el informe del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, el empleo autónomo (ese en el que te lanzas a no depender de que otros tomen las decisiones por ti y te puedes poner el sueldo y las vacaciones que tú quieras) no llegaba, en el tercer trimestre de 2016, al 17% de la población ocupada (que sólo es una parte de la activa), y de ese 17%, el 32% de trabajadores independientes (sin empleados, el autónomo puro y duro) y el 24,10% de empleadores corresponden a mujeres (estos últimos datos corresponden al cuarto trimestre de 2015). Ahí queda el dato. Quizá no nos compense, está perfecto, la libertad de unos y otras está en poder elegir, (y la sensatez, que no se nos olvide, en ser coherentes y no echar balones fuera).

La libertad… ese mal entendido “puedo hacer lo que me dé la gana”. Que también. Pero junto con su responsabilidad implícita, la parte más difícil.

Ahora nos sentimos más libres y nos llenamos la boca de sexo sin entenderlo bien, y explicándolo peor, según parece. Por poner un ejemplo, muy de moda está la poesía (tiro porque me toca) que no deja nada sin meter y sin comerse. Fabuloso. (Las revoluciones se nos suelen ir de las manos, de la represión a la exhibición mal calculada, tardamos en encontrar el equilibrio). Viva la liberación, no puedo estar más de acuerdo. Pero algo estamos haciendo mal, (a lo mejor, sólo a lo mejor…), cuando nuestros niños pierden la virginidad con 13 (y con cualquiera) para conseguir la ansiada pertenencia al grupo, juegan al muelle y a la botella en lugar de al escondite y a “beso, verdad o atrevimiento”, se hacen selfies enseñando el ombligo (perdonadme, pero ¿quién compra esa ropa?) y sus incipientes pechos poniendo morritos, comparten vídeos espeluznantes por whatsapp, o se dejan espiar los móviles porque “el amor verdadero tiene estas cosas”. O, cambiando de tema, se rinden al bullying. ¿Qué no estamos haciendo bien? ¿Qué no les estamos enseñando, para que aprendan a tomar decisiones, y elijan otras? ¿Qué no hemos entendido nosotros primero?

Ahora, que somos libres (y liberales, que nos gusta mucho esa palabra), defendemos lo que somos, pero envejecer de forma natural no, eso es indefendible (qué cosas tengo…). Ahora que podemos elegir, María elige irse a la clínica y volver con tetas nuevas (o más labios, o el culo más subido). Clarita no deja de mirarla y le pregunta “Mamá, ¿por qué te has hecho eso?” María le responde “para sentirme mejor, cariño mío”. Mejor… Si Clarita fuera más mayor, quizá le preguntaría por qué no había probado con terapia. Pero no lo es. Para Clarita su madre era perfecta. Se le viene el mundo abajo. Si mamá, que era la perfección personificada, no se siente bien, necesita estar “mejor”, entonces,” ¿qué hay de mí?” Y corre directa al espejo. Y no volverá nunca a ser la misma. “Gracias mami, me has ayudado mucho.” Selfie, selfie, selfie. Hasta que salga bien.

No culpéis a María. Lo está haciendo lo mejor que puede. Como todos. Como tú. Como yo. La revolución del siglo XXI es hacia dentro.

Luego tenemos la conciliación. Rompo aquí una lanza a favor de la conciliación personal, de la que apenas oigo hablar (no sólo los que tienen hijos merecen tiempo libre que dedicarse). Y por supuesto, a favor de la otra, de la familiar. Defiendo la redefinición de los horarios de colegios y los laborales para compatibilizarlo todo y salir vivos del intento. Se puede. No comulgo, sin embargo, con la explotación de los abuelos (ellos ya hicieron lo que tenían que hacer, lo que eligieron por sí mismos). Sobre si merece la pena trabajar y dedicar el sueldo para contratar a quien eduque a tus hijos por ti, cada cual se las componga. No sé si nos hacemos todas las preguntas antes de planear traer una vida al mundo. Seguramente no.

El Estado debería echar un cable, que para eso está. Pero para eso hay que ingresar por otro lado (aún no han conseguido que les salga aquello de los panes y los peces), y no es plato de buen gusto abrir ese melón…

Sobre la violencia de género, entiendo que es eso, de género. Vaya por delante mi indignación sobre que a día de hoy, en pleno siglo XXI, sigan ocurriendo atrocidades semejantes, y también que no creo que las minorías (y me refiero aquí a los hombres maltratados) sean menos importantes. Cada vida humana cuenta. (Nada que añadir, que ya estoy viendo la piedra en vuestras manos…).

Si es necesario cambiar la regulación, hacer leyes nuevas, redistribuir los presupuestos… en parte es porque no lo estamos haciendo como deberíamos, nosotros, dentro y fuera del hemiciclo, en general: las personas. Si no, no haría falta. La revolución del siglo XXI es hacia dentro.

Pero dentro de nosotros, ¿qué esperamos de la vida? ¿Qué queremos de verdad? ¿A qué llamamos “éxito”?

Porque a veces parece que tener éxito sólo es ganar dinero, llegar más alto. Legítimo, sin duda. Lamentable, pero legítimo también. Lo que no me entra en la cabeza es que sólo el 2% de las bajas de maternidad en 2016 fueran compartidas por el padre, siendo independiente de la de la madre; que casi la mitad de los hombres trabajadores renuncien al permiso; que sólo el 17% de la población declare compartir las tareas domésticas al 50%. Se me explique. Como si la prioridad no fuera vivir, (corrijo, ¡VIVIR!), cuidarnos nosotros, a los que queremos y a los que hemos decidido traer al mundo. Por puro egoísmo. Sano. Y ahí, dentro de casa, no hay políticos, ni empresarios a los que echar la culpa de lo que pasa. De lo que uno hace y otra consiente porque “es lo que hay”. No. La revolución del siglo XXI es hacia dentro.

No es hacia afuera, no es de los demás. Es nuestra. De uno mismo. La sociedad no es otra cosa que la suma de cada individuo.

La lucha empieza por mí y no es una lucha. No es violenta ni pasa por desmerecer a nadie. Es un camino de paz, de entendimiento, de compasión y esfuerzo personal. De aceptar que en algunos aspectos somos diferentes y celebrarlo, sin miedo a que nadie nos pise los talones (detrás de todo esto no hay otra cosa salvo miedo), con el amor necesario para unir fuerzas y ser mejores juntos.

Con los ejemplos que he usado no se puede generalizar, pero existen, y todo cuenta. Cada elección es importante.

Por favor, no me culpéis a mí tampoco.  Yo también estoy aprendiendo.

No ha sido mi intención ofender a nadie, disculpadme si os he revuelto un poco.

Sólo me hago preguntas desde aquí, desde mi propia revolución, que es hacia dentro.






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