Eres la bala de repuesto que guardo en mi recámara
(la de la reina sin reino ni trono que la mantenga quieta, tranquila).
Eres mi juego favorito de rol de mesa (de silla, de cama, de pared...)
Una sonrisa desafiante que descansa escondida
en la esquina del cajón de mi mesilla de noche,
y pasa la mayor parte del tiempo en vela, vigilante
(y la otra parte con tapones para oídos, por decoro).
Eres la mancha en el espejo desde donde me miras callado, tan seguro...
Un estribillo de los que ya no me mandas, aunque te acuerdes
(que te acuerdas, no lo dudo).
Eres el premio de consolación debajo de la tapa del yogur que me conforta
cuando otra historia se acaba, y ahí estás, perenne tú,
cayéndosete las hojas con el pasar de los días
(y los meses, y los años) que no vuelven.
Tú a lo tuyo y yo a lo mío, que nuestro nunca hubo gran cosa.
Y es que a veces extraño (masoquista) la vajilla volando sobre nuestras cabezas,
esa manera de romper papeles como si alguna vez hubieran servido para algo.
Me coloco los guantes, de vez en cuando, con ganas de retarte a un nuevo asalto
y dejar de ganes, para no perderte (demasiado pronto, al menos).
Hoy he cogido una sartén y me dan ganas de llamarte:
“Oye, ¿qué haces esta tarde? Me apetece pelearte. ¿Nos batimos?”
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