Como el invidente cree que el blanco es blanco, creyó aquella Penélope avistar en aquel barco a su Ulises a tal distancia que nadie habría podido distinguir entre una figura humana y un atún recién pescado.
Con prisa en corazón y manos, comenzó a zurcir entonces una tela de araña para atraparle, sin saber que él era inmune a pegamentos.
Al llegar, tras una espera que a ella le supo a siglos y a tarta de chocolate, él sonrió, y sujetó con sus manos aquella red, sin dificultad aparente, ante la sorpresa de una Penélope atónita, inocente.
Aquel Ulises asía la red con fuerza y la estiró paciente, con la serenidad del que bien sabe lo que hace, hasta que de aquella malla, otrora impenetrable, comenzaron a surgir agujeros por doquier. Al principio suficientemente grandes como para no retener un buen puñado de garbanzos para el cocido. Al final tan inmensos e insondables que se precipitaban por ellos su ilusión de mujer hecha zozobra y tras ella sus suspiros afectados de tortícolis aguda, de tanto mirar atrás, a no hace tanto…
A aquella mujer con chispas en los ojos, cuando aún no se sentía torpe al mirar los suyos. A aquel hombre, dejándose llevar, sin miedo todavía, soplando la llama de cuando en cuando para que no se apagara del todo tan temprano.
Él siguió tirando de su red, pausado pero consciente, mirándola fijamente, acogiendo el hilo entre sus brazos en un vals acompasado, como había visto hacer a su abuela para deshacer ovillos cuando le hacía vestidos, siendo niña.
Atraía aquel hilo hacia sí mismo sin respiro, ahorrándole a ella la mitad de su papel de Penélope en la historia.
Saltaban los puntos, dando saltos como felices de escaparse, pero manteniendo los dobleces que no disimulaban de qué habían formado parte.
Trazaban líneas horizontales, de izquierda a derecha y al revés, en una frenética carrera, a ritmo de vals, que la dejaba desarmada y confundida.
Quiso pensar que quien tiraba de aquel hilo era la ilusión de su hombre pensando que al final de aquel cordón la encontraría.
Cuando el último punto saltó a la nada, indefenso, comprendió que él nunca supo explicarle que no era aquél el Ulises que esperaba, más que tirando de aquel hilo hasta dejarla desnuda y sin razones.
Temblando de frío, con el cuello aún dolorido, se estremeció mientras sus pies se enredaban en su propia maraña, en la que se quedó atrapada para siempre, bailando sola el vals más triste que jamás escucharía.
Un, dos, tres... un, dos, tres... un, dos, tres...
La telaraña, tarda en tejerse, cuesta mucho...pero destruirla es facil, aun cuando el hilo es muy resistente. Gracias Sonia. Besos.
ResponderEliminarGracias a ti, besos de vuelta!! :)
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