Qué más triste
que abandonarme a la suerte
que yo misma pueda procurarme
y ya no velarme el sueño.
Qué más cruel
que no pedir revancha
ni explicaciones
ni exigir disculpas.
Qué más penoso
que no acordarte más,
ni más ya nada.
Qué cobardía
o qué arrojo,
mas qué sagacidad,
qué acierto el tuyo
abandonarme a mí misma
sin despeinarte,
y alejarte silbando
como el que no recuerda.
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